Donde colisionan la luz y la oscuridad, ahí estoy yo...

lunes, junio 29, 2009

Crisis

Pronto voy a subir algunos poemas. En este momento me encuentro muy bloqueado artísticamente. Además estoy pasando por un momento personal y laboral muy malo. Necesito un tiempo para reflexionar y tomar distancia de algunas cosas. Esto es una crisis más en mi vida, que espero transcurra lo más rápido posible. Gracias por leerme siempre.

jueves, junio 18, 2009

Chau Peña...

Este post es uno de los más difíciles de escribir para mi, no solo por cuestiones personales, ya que tengo problemas como toda la gente y mi animo esta en el subsuelo. Ayer llegué a casa, tarde a la noche, cansado de un día estresante de trabajo. Mi madre estaba frente a la estufa con la vista clavada en el televisor. Yo note que algo le pasaba, sus ojos estaban enrojecidos y le pregunte que le sucedía. Ella con un tono de voz apesadumbrado me contó la noticia. Había muerto Fernando Peña. Mi madre llego a apreciarlo por sus columnas en el diario Crítica de la Argentina. Lo consideraba, un hombre culto, inteligente y trasgresor. Yo lo admiraba y lo odia. Lo criticaba y lo amaba. Pero siempre leía todo lo que publicaba. Hoy estoy triste, comprendí, como él, que la vida muchas veces es injusta. Somos finitos y nuestra única misión en la vida es ser felices. Debemos ser responsables de nuestros actos y tomarnos la vida con humor. Sin dudas lo vamos a extrañar. Chau Peña…

Corrió a la velocidad de un auto de la Fórmula Uno y filmó su vida hasta la noche previa a entrar en coma. Sus columnas en Crítica de la Argentina. Mariana Mactas:

Y el puto se murió, nomás. Fue ayer, a las 16.30, después de una semana de internación. Nos habíamos acostumbrado a que era una especie de surfer que no se iba a morir nunca. Peña llevó tan al borde la idea de la enfermedad que se transformó en un piloto de Fórmula Uno de la muerte, al punto que, como nos pasa con esos corredores, que todos los días se pueden morir en la pista, los imaginamos inmortales. Él hizo algo con su enfermedad: la puso tan adentro que quedó completamente afuera y terminamos por olvidar que alguien con tan anunciado riesgo de morirse estaba de verdad en la primera línea de fuego. Va a ser difícil, ahora, manejar un diálogo con el actor que puso su muerte en el centro de su escenario. Como jugó al moribundo, no nos va a parecer tan distinto que Peña esté vivo o muerto. Y mañana, seguramente, despertemos con la sensación de que éste es apenas un rulo más de ese juego, de que se interrumpió el cuerpo pero la figura de ese Peña que se va a morir pero no se muere, el que escapa de la quimioterapia para irse a una playa de Brasil, sigue estando ahí.
Se murió el puto: él podría haberlo contado así, desdoblado en una nueva criatura de su galería y frente al micrófono, en ese lugar en el que estaba tan cómodo, el estudio de una radio que podía ser cualquiera, de primera o segunda línea, con gran o pequeña audiencia. Porque Peña era un animal del aire de radio, como durante años lo fue del aire compartido con los otros miembros de la tripulación de American Airlines. Antes de 1994, cuando Lalo Mir descubrió a Milagritos López en el altavoz de un vuelo a Chile, como ya es pequeña leyenda.
La televisión repitió ayer una de sus últimas frases transitadas: estoy cansado de vivir. Como sucedía con todos sus discursos, no podía ser más precisa y honesta, porque Peña no le tenía miedo a la muerte. Desde que en el año 2000 dijo al aire que tenía sida, su público se acostumbró a vivir a los saltos con las noticias de sus internaciones y su salud intermitente. En su mundo privado, también él se adaptó a la absurda comodidad de su condena.
“Romance con la muerte”, se escuchó también ayer desde las pantallas. Y sí, por qué no. Y puestos a los lugares comunes, igual de cierto es que le gustaba mucho la vida. Que disfrutaba de la compañía de sus amigos y no se perdía los encuentros de ex alumnos del colegio San Andrés (el último, hace muy pocos días), a los que siempre llegaba, como a todas partes, acolchado por un grupo de íntimos que lo rodeaba y con su perra favorita en el bolso. Que prefería la compañía de María Mauricio, la señora peruana que lo cuidaba, a la de cualquier persona que interfiriera en el primoroso (des) orden de su intimidad. Que en su vértigo interior, con aliento a alcohol con cocaína, había poco margen para tolerar la estupidez ajena contra la que despotricaba en forma militante, abajo o arriba del escenario, cuando era capaz de interrumpir un acto, en una de sus tantas obras de teatro autorreferenciales, para reprender al espectador que reía fuera de lugar. No, este que nació el 31 de enero de 1963 en el Hospital Británico de Montevideo y se enorgullecía de ser uruguayo, no parecía nacido para los excesos de tolerancia pública. Algunos dicen que era un rasgo de familia. Que su padre, el periodista deportivo Pepe Peña, era tan genial como irritable y cáustico. Que su mamá, la actriz María José ‘Malena’ Mendizábal, era hermosa y terrible. En Fernando Peña confluían, como un reflejo de sus criaturas radiales –desde la cubana Milagritos López, Palito, el puto Roberto Flores, el tachero veterano Mario Modesto Sabino, o Cristina ‘La Mega” Megahertz, entre los más entrañables, llegando hasta el cheto Martín Revoira Lynch o el chongo terrible de Dick Alfredo, entre los más ácidos– el chico conmovedor que buscaba el afecto de los que elegía como familia o atesoraba huellas de sus padres con el que ejercía el insulto fácil y el que era capaz de decir pelotudeces con la misma soltura con la que construía genialidades evanescentes.
Peña brilló en la Metro, la radio que ayer dio la noticia oficial de boca de Matías Martin y levantó la programación en duelo. Lo hizo desde El parquímetro –y también en el inolvidable ciclo de La vereda tropical de la ex Del Plata, el único programa propio de una de sus creaciones, Milagritos López, o en el Parkímetro con K, de KSK, o con su presencia en Rock & Pop, con Lalo Mir y su inolvidable licenciado Rafael Orestes Porelorti, incluso en la fallida experiencia de un horario nocturno a contramano, con Cucuruchos en la Frente en la misma radio, o bien antes, con Ronnie Arias, en Energy. Su estilo sacudió la modorra de una radio ahogada en el sinsentido del pum para arriba. Pasó canciones de María Marta Serra Lima junto a los Red Hot Chili Peppers, habló cuarenta minutos seguidos, entrevistó, y le cortó la comunicación al aire, a quien se le dio la gana, fuera importante o no. Entre la radio y el teatro, Peña cultivó tanto el humor como la incomodidad corrosiva. Divertía y daba miedo. Nos “hacía sentir vivos”: será eso lo que, acaso, pueda responder a la pregunta, que suena en estas horas, acerca de qué tenía Peña que enganchaba tanto con la gente.
Su última internación se decidió el jueves pasado, hace hoy una semana. Durante estos días finales, mantuvo un intercambio de mails con un grupo de amigos, a quienes les fue contando cómo se sentía. El último lo envió el sábado. “Voy a estar tranquilo”, decía, sobre la espera de la quimioterapia indicada para su cáncer de hígado. Sus destinatarios no sabían cómo contarle que no podría tomar más alcohol cuando saliera de la clínica. Pero ayer a la mañana entró en coma, y a la tarde murió.
Hasta el último minuto, estuvo filmando todo lo que le pasaba, porque quería hacer un documental. Incluso dio una entrevista, a Solita Silveyra, la noche antes de morir, así que lo veremos pronto. Pero lo veremos tal como lo recordamos: es que Peña jugó su juego con una audacia impresionante y, en lugar de agonizar durante meses o aparecer flaquito como en un aviso de una ONG, su cuerpo se interrumpió en el medio de una frase. Anoche, mientras su hermano Federico, que vive en Washington, volaba hacia acá –y a partir de una gestión de su amigo Jorge Lanata, ex director de este diario–, era velado en la Legislatura de la ciudad.
Todos somos enfermos terminales, todos vamos a morir. Pero la relación, el juego de Peña con su muerte fue, quizá, su hecho más artístico, más filosófico y profundo. Vivió buena parte de sus 46 años disfrutando de algunas melancolías –tampoco le temía a la tristeza– y matándose de risa.
Y en la risa, como mecanismo trascendente, la frivolidad se licua y queda una experiencia extrema, de un saber único y de una profundidad loca. El puto se murió, pero su arte humorístico vive. Se interrumpió un diálogo, pero seguiremos hablando de él. Quizá, incluso, desde el lugar de quien más lejos llegó, en la cultura argentina, a conjurar la muerte en la escena de la palabra.